Las manos de Dolokhov

Leo Tolstoy War and Peace. Oxford

Leo Tolstoy, Guerra y Paz. Oxford World’s classics.

¿Quiénes son las ovejas negras de Tolstoy en Guerra y Paz? Primero está Dolokhov, un tipo de origen humilde que ha sabido colarse en los ambientes de la aristocracia “educando” a algunos jóvenes ricos en las artes que mejor domina –los juegos de mesa, la vida bohemia y el desprestigio moral como carnada erótica. El otro es Anatole Kuragin, su amigo y discípulo, cuya belleza excesiva lo exime de la virtud, y también de la indelicadeza de la inteligencia. De ninguno se conoce sus atributos intelectuales, quizá porque no los tienen; en cambio, cómo se incide en sus aspectos físicos: las manos de Dolokhov son tan legendarias como su talento para el timo; la sonrisa de Anatole combina la inocencia del niño con la frialdad del depravado.

Dolokhov, a pesar de su pobreza, reina en Moscú porque ha estado en Persia, ha servido como intrigante en la corte de un Sha, lleva encima todo el misterio de oriente; atracción irresistible en la edad encantada del romanticismo. Por ósmosis, transmite su misterio a Anatole, y juntos causan furor entre todas las muchachas nobles de Moscú y Petersburgo. Se puede especular que la razón de su atractivo está en su ligereza, su indefinición, su aspecto vaporoso –todo lo que de ellos se sabe, es a través del rumor. Se les ama porque en realidad no se les conoce, y porque las perversiones que encarnan tientan como el único antídoto contra el tedio cortesano.

Los otros dos grandes personajes masculinos de la novela,  Andrei y Pierre, son en cambio tan pesados, tan filosóficos y profundos, que estas notables virtudes adquieren, en ellos, un matiz obsesivo. Su seriedad, hasta cierto punto, los inmoviliza, y hace que en la batalla amorosa pierdan ante Dolokhov y Anatole, que son criaturas simples y dinámicas. ¿Será que en una existencia plagada de problemas, el ser humano en general prefiere privarse del malestar adicional de la consciencia y rechaza por ello en su vida el influjo de individuos que piensan demasiado, como Andrei y Pierre en la novela de Tolstoy, y se arrima a la aventura escapista que encarnan Dolokhov y los suyos? 

El misterio puede ser otro nombre para la imbecilidad y la farsa. Pero gracias a la pluma de Tolstoy, no es ese el caso de Dolokhov y Anatole, que expresan, si se quiere, eso que podríamos describir como "la profundidad de la superficie" o "la gravedad de lo ligero". Estos dos personajes, debido a su escasa densidad moral e intelectual, a su insoportable ligereza, rescatan a menudo a la novela del estancamiento en la filosofía y la arrastran hacia el vértigo de la aventura. Sin la velocidad que Anatole impone en el corazón de Natasha, sin los mitos nebulosos que Dolokhov trae del lejano Oriente, Guerra y paz carecería del dinamismo narrativo que tiene. Mensajeros de lo irracional, promueven los amores locos, los duelos de honor, la dinámica explosiva sin la cual la novela napoleónica no sería napoleónica.


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Guerra y paz está construida deliberadamente como un río interrumpido, como un torrente vital plagado de desaceleraciones y pausas conceptuales significativas. Cada vez que el lector se siente de lo más envuelto en el drama de los personajes y quiere sumergirse aún más en el curso de sus vidas, Tolstoy interrumpe bruscamente la novela con numerosos ensayos sobre la naturaleza de la guerra, el libre albedrío, el sentido metafísico de la religión, etc, etc, etc. Ensayos que muchos consideran como digresiones aburridas de un “mal pensador”, empeñado en obstaculizar el impulso narrativo de su propio genio. En esta monumental sucesión de desaceleraciones, el rol de Dolokhov es el contrario: acelera los eventos, crea condiciones para la aventura, genera velocidad.

Pierre y Andrei se la pasan meditando todo el tiempo en torno al sentido de la vida y la moral humana, son actores del pensamiento y, como tales, le imponen a la novela la lentitud del espíritu. Para contrarrestar esta pesadez tortuosa es que Dolokhov existe, y sus manos, ligeras como las alas, oponen el impulso del vuelo a la fuerza gravitacional del cerebro. Porque Dolokhov es un personaje marcadamente manual en una época en que la nobleza de los individuos, la aristocracia del espíritu, depende en mucho de la inactividad de las manos. Las manos son, después de todo, las emisarias del trabajo fisico, del contacto material con los elementos más mundanos, los instrumentos del hombre que no tiene más virtud que la fuerza de sus músculos. Rechazar su universo significa optar por cosas más elevadas, metafísicas incluso, pertinentes en el caso de un hombre realmente educado que cuenta con sirvientes para las cosas manuales.

Pero llega aquí Dolokhov con un mensaje distinto: aunque es pobre tanto en términos de dinero como de capital cultural, Dolokhov no tiene las manos simples y toscas del campesino o del siervo, porque su carácter –díscolo, imprudente, libérrimo– irradia su permanente inquietud a sus dedos. Sus manos convocan, por ello, los valores ambivalentes de la magia y el desfalco, del truco magistral  y del timo: son las manos aéreas que arruinan a Nikolai Rostov en una sesión emocionante de naipes, las manos que igual saben empuñar la espada en la guerra de guerrillas, las manos del encanto y la aventura.

Se ha incidido en demasía en la relacion del estilo de Tolstoy con la vida, y la afirmacion de Babel –“si el mundo pudiera escribir por sí mismo, lo haría como Tolstoy”– ha gobernado en mucho las opiniones sobre su estilo y grandeza. Los personajes, en efecto, tienen tanta vida que no cuesta que el lector se identifique con ellos, porque como afirma James Wood son arquetipos dinámicos: Rostov es el arquetipo de la juventud impetuosa, Natasha el de la feminidad rebosante de vitalidad y alegría, Marya es el de una santidad laica, etc, etc, etc. Pero Dolokhov, en lugar de remitir a experiencias que todos vivimos de algún modo –la frustración amorosa, las ilusiones perdidas, la introspección y la angustia– nos conduce a aquello que no podemos vivir, es decir, a lo imposible: de allí su intervención en un plan extraordinario de fuga amorosa, su aventura en una corte persa, la aureola de leyenda oriental que trae consigo en su retorno a Rusia. Dolokhov convoca las ilusiones imposibles del sueño, la vigilia y el deseo: es un personaje eminentemente erótico. 

Pero su grandeza literaria reside en el hecho simple de que también es un personaje real. Dolokhov nunca olvida que es ruso, que Napoleón es un invasor, que las fantasías del romanticismo son cosa secundaria en la vida cuando el destino de la nación está en juego. Y por eso, para exhibir ante el mundo la magia de su dualidad, lo tenemos al final como héroe, protagonista de uno de los besos más bellos de la historia literaria, ese que el niño Petya, pletórico de admiración, le estampa en el rostro poco antes de su muerte.


Marco Escalante

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